Un buen día decía misa en la Iglesia de Udala; oyó que sus perros ladraban furiosamente con los característicos aullidos que indicaban haber alzado la pieza. No pudo contenerse; impulsado por su desmesurado afan cinegético, cerró con estrépito el misal, suspendió la misa, dejando atónitos a los devotos feligreses, abandonó el sagrado recinto y, empuñando las armas se lanzó tras los lebreles. Como alma que lleva el diablo (nunca mejor empleada la expresión) se perdió en la espesura de la selva vecina. Nunca más se supo de él; tal vez fue víctima de una espeluznante tormenta que cayó al poco rato. Cuentan las historias, que por castigo de la justicia divina, Martín Abade vaga todavía por aquellos rincones y vericuetos azuzando a los perros sin descanso tras la caza. Los pastores oyen con frecuencia durante las noches de silencio los lastimeros ladridos y las voces de angustia del clérigo cazador.